miércoles, 8 de septiembre de 2010

“Todo por cogerte una oveja inflable”, Un relato de las altas tierras escocesas

Un inusual capricho nos había llevado hasta ahí. Estábamos casi dentro del círculo ártico. Muy al norte del Reino Unido –precisamente a 8 horas al norte en tren desde la principal estación anglosajona en King’s Cross-, se encuentra Inverness, un típico pueblo escocés que tiene la única característica de albergar al Lago Ness.

Hacían casi 15 grados bajo cero y un blizzard nos había llevado a refugiarnos en Grannies, un pub que desde las 15 horas permanecía lleno. Allí gordos de media clase baja juntaban sus culos para tomar cerveza en cantidades astronómicas.

Las mesas rodeaban un escenario que apenas se levantaba por sobre el suelo, y en él había un tipo tocando la gaita con pollera. Todos los obesos a su alrededor levantaban la copa y gritaban como hooligans.

El Gordo, mi mejor amigo, y yo estábamos medio apartados, como temiendo una agresión. Llevábamos cerca de un mes recorriendo el Reino Unido y nuestra argentinidad había despertado más odios que amores. Por eso, ante cada “¿y ustedes de donde son?”, fruncíamos el ano y esperábamos compasión.

La pregunta finalmente llegó. Un tipo corpulento, cuya panza peluda se asomaba por la parte baja de su remera, se paró junto a nosotros, que continuábamos alejados y tímidos como si alguien recién acabara de violarnos. En un inglés duro y escupiente, sumamente rudo y vikingo, preguntó: “¿y a ustedes qué mierda les pasa, de dónde son?”. El Gordo –el aliado, no el aparentemente hostil obrero- me miró casi cagado, delegándome el riesgo de responder. “Puta”, pensé, “ahí vamos de vuelta”.

“Argentina”, confesé. El rechoncho proletario miró para todos lados, como fijándose si alguien también había escuchado mi respuesta. Nadie. El silencio, de menos de 5 segundos, se hizo eterno.

“¡¡¡MESSI…MARADONA!!!”, gritó.

“Carajo, ustedes han dejado jodidamente cogidos a los ingleses”, dijo tirando de mi remera –llevándola casi al límite de la rotura-. “Debería chuparte la pija, pero los voy a invitar a unas cervezas”, concluyó mientras mi ano se relajaba y mi corazón volvía a latir.

El obeso trajo unos chops, calló a todo el bar y gritó: “¡MALVINAS ARGENTINAS!“. Todos respondieron como si hubiera gritado “Dios salve a la reina”. Pero no, justamente ellos querían verla tirada y flotando muerta en el Thames.

Las cervezas, ya gratuitas, comenzaron entonces a pasar. El Gordo estaba algo perdido, y no paraba de mirar por el gran ventanal que mostraba un paisaje exclusivamente blanco. Era de noche, pero eran las 5 de la tarde. Lo único que quizá podía divisarse por la ventana era el castillo del pueblo. Era el antiguo fuerte alrededor del cuál se habían construido las casas que hoy constituían la ciudad, y estaban exactamente en el mismo estado que en el siglo XV. La diferencia radicaba en que antes, donde había una antigua herrería medieval, ahora había un McDonald’s. La historia podía ser vivida de manera placentera masticando un sabroso BigMac.

El Gordo parecía pensar en todas estas cosas y de repente se levantó a mear. Yo, mientras, cantaba las canciones gritando al unísono, sin entender una puta palabra. Debía hacerlo, me tenían abrazado los obreros escoceses.

El Gordo volvió sonriendo. “En el baño hay un dispenser único: hay chicles de viagra y ovejas con ano que se inflan para que te las puedas coger, valen sólo 6 libras”, dijo con la sonrisa iluminada. No me sorprendía, el Gordo es un perverso. Puede no salir por cuatro sábados para quedarse viendo videos de fist-fucking, snuff (violación seguida de muerte) o cualquier otra mierda sado. Lo de la oveja casi que me despertó ternura.

Seis libras eran seis chops de 750cm3, no era poca guita. Pero el quería culearse al inflable. “No me animo a ir… Si te doy la plata, ¿me lo sacás?”, me preguntó con cara de perro mojado.

Acepté, no podía ser muy difícil. Fui al baño haciéndome el boludo y antes de hacerlo meé para que la gente que ya estaba dentro no sospechara de mi actitud perversa. Cuando todos se fueron, introduje las monedas. Cuando inserté la sexta, la máquina me puso un cartel que decía “Ahora Ponga las Monedas”. En ese mismo instante, un escocés entró a cagar. Yo miraba la máquina desolado. Le pegué, tiré de la palanca metálica… Nada funcionaba.

Entre tanto, el olor a mierda se volvía intolerable. El escocés salió y mientras se lavaba las manos, habló sin siquiera mirarme. “La máquina lleva 5 años fuera de servicio, que lástima que vayas a tener que tener sexo con tu amigo sin viagra o que no se puedan coger a la ovejita”, dijo llorando de risa antes de salir del baño.

Volví a la mesa y el Gordo me vió con las dos manos vacías. “Anda y pedí la guita porque no te creo que intentaste”, dijo sin titubear.

Tímidamente me acerqué a la barra. Estaba sucia, y el escocés detrás de ella más todavía. Estaba consumido, tenía el pelo largo, castaño colorado y enredado. Sin que dijera nada, el drogadicto bachero me miró y me dijo: “¿Te cagó la máquina? No hay devoluciones, lo lamento”.

“Mirá, ¿ves amigo que esta allá, en la mesa junto al ventanal?”, le pregunté preocupado.

-El Gordo, entre tanto, miraba con la boca abierta por la ventana, como en situación de estupefacientes, casi dormido-. El barman hizo un gesto afirmativo.

“Es retrasado, lo traje de vacaciones porque no creemos que viva mucho más, el vio la ovejita y no sabe para qué es, solo quiere una”, dije muy seriamente. El barman se dirigió sin hablar a la caja registradora. Tomó 6 monedas y volvió. “Dile que la máquina no anda”, dijo sin demasiado interés en la cercana muerte de mi retrasado compañero. “Ok, se voy a tratar le voy a tratar de explicar, para mi te pido una Guiness mientras”, le dije agradablemente y pagué con billete.

Volví a la mesa. El gordo seguía mirando por la ventana como un autista, casi a punto de babearse. Se dio vuelta, me preguntó si de verdad la máquina no andaba o sólo había ido a pedirle un chop al barman con la plata que me había dado.

“No… la verdad que no fui de cagón, fui a la barra pero nada que ver, la birra la pagué de mi billetera. Tomá las monedas y anda a comprarla vos que me da vergüenza”.

El Gordo suspiró y fue al baño.

Yo, lentamente, me paré y volví al hostel.

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