Dice que si te paras sobre la esquina de Lavalle y Florida por más de 5 minutos, te tragas la lengua y quedás cataléptico de por vida por el stress. En ese tiempo vas a poder ver un montón de gente caminando rápida y apuradamente tratando de esquivar todas las cosas que se meten entre su casa, y su trabajo, o su trabajo y “el trámite”. El tiempo corre y ellos NO LLEGAN. Y ahí se pudre todo.
Una de las primeras barreras para avanzar hábilmente suele ser la parejita que va de la mano y ocupa la vereda angosta del microcentro. “Cómo se nota que estos dos pelotudos no tienen ni coño para hacer un día de semana”, dicen mientras piensan en pasarlos pisando la calle, pero saben que correrían el riesgo de que los atropelle el 10 y los lleve en el parabrisas hasta la estación de Wilde.
Luego de sobrepasarlas seguramente tengan la mala suerte de encontrarse con una señora de pelo blanco y vestido floreado, que salió a recorrer la ciudad y a disfrutar del solcito.
Esta señora no camina, prácticamente se arrastra a la velocidad de una babosa precavida, justo por el medio de la calle. Esta señora calculó la mitad quirúrgicamente, cosa de que no puedas pasarla ni por la derecha, ni por la izquierda. De esta manera, vas a tener que ir detrás de ella hasta que doble en alguna esquina. Sentis que tu horario avanza y vos detrás de este humano que deberían mantener encerrado en un asilo, pero no: lo dejaron que se ponga delante tuyo sólo para retrasarte.
Si logras pasar, te vas a encontrar con el texteador ambulante. Este es una suerte de estúpido que cree que puede caminar y escribir al mismo tiempo, y uno lo ve avanzando mientras mira el monitor de su celular sonriendo como si le hubieran dicho algo gracioso, y a la vez, chocando con su hombro a todos los que le pasan por al lado. El texteador ambulante es el prototipo de hombre más alienado y egoísta que se puede cruzar en una vereda.
Lo peor viene cuando llega la topada con un alma idéntica. Esto es tremendo y puede demorar varios minutos tu osadía por las calles porteñas. Por lo general, ya desde 10 pasos antes uno puede notar que va camino a trabarse a mirandose frente a frente con un desconocido e intentar esquivarlo por la derecha, pero el intenta lo mismo por la suya, entonces las dos personas quedan frenadas. Se miran, y uno de los dos nuevamente intenta sacárselo de encima pisando a la izquierda, pero el contrario piensa lo mismo y pisa para el mismo lado y mira al que lo enfrenta y sonríe. Uno devuelve la sonrisa, pero sin ganas de hacerlo y piensa: “No puede ser que nos esté llevando tanto tiempo esquivarnos”. Pero SI puede ser, y, es más: si las cosas no salieran bien esto podría durar una eternidad. Una infinidad de horas intentando pisar para el mismo lado que la persona que tenemos enfrente, el mismo y verdadero infierno.
Todo esto ocurre mientras ya de por sí vamos esquivando algunas trampas típicas, y todo se vuelve aún peor en los días de lluvia. La baldosa floja, ideal para pisarla cuando estás estrenando ese jean blanco que nunca te pusiste. O bien, la renombrada “reja patinosa”, ideal para pisar con la suela gastada y terminar de culo en una esquina de la peatonal Reconquista.
También está el enemigo rondando, los que entorpecen el camino como sirenas a Odiseo.
El primer personaje típico es el promotor de la trata de blancas en la vía pública. Este es un personaje sumamente desagradable, que se siente un P.I.M.P. norteamericano cuando en realidad, es un motochorro de Laferrere. Ellos van repartiendo folletitos de promoción de los prostíbulos para los que trabajan, basados –pura y exclusivamente-, en información falsa. En los folletos podemos ver importantes traseros, o diosas blondas que ansían tu sexo, cuando en realidad, el 90% del plantel de prostitutas que trabajan allí carece de la dentadura completa.
Otro enemigo es el vendedor de la revista “Hecho en Buenos Aires”. Este trabajador callejero extorsiona a la víctima poniéndole la tapa de su publicación en la nariz, y prácticamente forzando al peatón a comprarle un ejemplar. Uno siente que su vida corre peligro si no compra una.
Ni hablar de los que vendedores ambulantes que nos detienen para contarnos su trágica historia seguida de la oferta. “Diculpá loco que te molete, pero tengo eta media marca nai originale a die pesito lo nueve pare”. Yo las compré: Son descartables, directamente. Te duran una tarde oficina. Quiero decir, ni siquiera una tarde de trámites, que te caminaste todo el centro, sino una tarde donde sólo estuve sentado.
Después hay otros torturadores de peatones: los que venden carilinas, mentitas, “el tomatito loco” (una pelota hecha de una sustancia viscosa que tiene forma de tomate), “el masajeador anti-stress” para pasarse por la nuca (que después de pasartelo cuatro veces no funciona más), el magiclick, los Ray Ben de $15 (que fueron los que usó Borges antes de quedar completamente ciego), las chombas truchas de Lacoste o los hippies que venden artesanías. Lo peculiar de estos últimos es que, se supone, si son artesanías deberían ser todas diferentes, pero uno puede ver millones y millones de collares trenzados completamente iguales, como si fueran fabricados industrialmente.
Si uno esquiva las mantas, zafa de los vendedores, de los manguerons, de la abuela, de la pareja, de las baldosas, del texteador y siente que está tomando ritmo su caminata, es muy probable que de repente se tope con "el frizzado" que se queda clavado en el piso. Esta persona se congela, súbita y repentinamente, para ver su reloj, o por lo general también lo tienta una vidriera. Y si uno, lógicamente, se la lleva puesta, esta persona, para colmo, nos mira enojada como si su frenada hubiese sido previsible.
Cuando el porteño camina hace exactamente todo lo que putea del peatón cuando maneja. Cruza por la mitad de la calle, se echa el trotecito cuando está el semáforo ya se le puso en rojo para cruzar, se para sobre la calle aunque los autos le toquen bocina para que se haga dos pasitos para atrás así pueden doblar y trata de hacer sentir mal al conductor. Una típica es cuando un auto tuvo la mala suerte de quedar sobre la senda peatonal y vemos como los peatones lo miran juzgándolo, sin decirle nada, sólo lo miran con preocupación como diciéndole: “mirá, mirá lo que hiciste, mal intencionado, ahora nosotros, LOS PEATONES, tenemos que hacer filita para pasar entre TU auto y el del otro boludo que se mandaron cuando estaba en amarillo”. Es genial, porque si los vemos después a estos peatones manejando, vemos como a ellos les ocurriría exactamente lo mismo.
Pero es entendible, es stressante la vida del peatón.
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